Cuando un
adulto interpreta un cuento de hadas, puede caer en el error, atribuyendo a los personajes
femeninos y masculinos el valor de hombres y mujeres de la vida real. De ahí
vienen los retractores de los cuentos de hadas diciendo que fomentan el
sexismo, como si los cuentos difundieran que las mujeres tenemos que esperar
encontrar en la vida a nuestro príncipe
azul para llegar a realizarnos.
Me gustaría contribuir a desmontar esta idea errónea, basada en las apariencias. El cuento, cuando comienza
con palabras como "Erase que se era", ya se está dirigiendo a nuestro
subconsciente, donde nada es lo que parece. Los personajes femeninos y masculinos
que forman parte de la historia, son arquetipos, o esquemas mentales que
configuran la imagen que de nosotros mismos tenemos. La princesa es nuestra
alma, el anima, y el príncipe , es el ánimus, la parte de nosotros que gobierna nuestras acciones. Son nuestro principio femenino y
masculino, cuya unión nos permite alcanzar la realización personal,
es decir,la conexión con nuestro verdadero Ser, después de librar cuantiosas
batallas o pruebas, para vencer al ego, que se encuentra sumido en la dualidad.
Todo el
viaje del cuento de hadas, está destinado a alcanzar la Unidad del Ser, y no una boda real con invitados, piso, hipoteca, y sábanas bordadas con iniciales.
Hoy les dejo mi versión de este cuento, que traza la trayectoria del nuevo hombre, el hombre suave, emocionalmente inteligente, que abraza su sensibilidad. El que ha de superar a un padre machista, abrir un camino donde no lo hay, y experimentar que levantar la espada, no significa herir.
Gracias por su escucha, les dejo con
Juan de Hierro
Erase que se era, hace mucho tiempo, en
un lejano país había un bosque. Nadie se atrevía a entrar en él, porque se
decía que varios cazadores lo habían hecho, y no habían regresado jamás. Por
ese motivo, el rey había dictado bandos ofreciendo cuantiosas recompensas para
el valiente que lograra desvelar el misterio que aquél bosque entrañaba.
En
cierta ocasión, llegó al reino un hombre extranjero, acompañado de un perro, que
se dirigió al rey, diciendo que iba a adentrarse en el bosque para averiguar
de qué se trataba el caso. Obtuvo su licencia y se perdió en la espesura del bosque.
Después de vagar durante varios días, encontró un lago. Su perro se acercó a la
orilla para beber, y, de repente, una enorme mano roja emergió de las aguas,
agarró al animal, y se lo llevó al fondo.
Entonces
el extranjero volvió al palacio diciendo que en el bosque había un lago en el
cual habitaba una bestia. Se juntó entonces un grupo de hombres fuertes,
provistos de cuerdas y cubos, y acudieron al lugar que el extranjero les indicó.
Cubo a cubo fueron vaciando el lago, hasta que en él encontraron un hombre
robusto, enorme, cuya piel era exactamente del mismo color que el hierro cuando
se oxida. Por eso le llamaron Juan de Hierro. Entre todos lo ataron, y montado en un carro lo llevaron a presencia del rey.
Este inmediatamente mandó construir una jaula de su tamaño, y en ella lo
encerró.
El
hijo del rey era todavía un niño, y quedó impresionado ante el nuevo inquilino
que vivía en su casa. Le inspiraba una tremenda curiosidad, y pasaba el día
cerca de la jaula, mirándolo, mientras jugaba con su pelotita de oro. En una de
éstas, se le escapó al niño la pelota, y no sabemos cómo, fue a parar
precisamente a la jaula de Juan de Hierro. Este la cogió, y miró al niño. El
niño le dijo:
-Dame la pelota.
-Si me abres la jaula te la daré.
El niño no hizo nada, y se fue. Pero al
día siguiente volvió a ver a Juan de Hierro:
-Dame la pelota.
-Si me abres la jaula te la daré.
El niño se marchó de allí. Pero al día
siguiente…
-Dame la pelota, es mía.
-Si me abres la jaula te la daré.
-No puedo, no tengo la llave.
-La llave está bajo la almohada de la
reina.
Entonces el niño fue a buscar la
llave, y la encontró exactamente donde
Juan de Hierro le había indicado, y con ella abrió la jaula. Al instante aquel
hombre -que más que un hombre parecía un animal- salió de estampida, y el niño tuvo miedo por
lo que había hecho. Pensó que iba a recibir un duro castigo. Entonces Juan de
Hierro cogió al niño, lo sentó en uno de sus hombros y se lo llevó con él al bosque.
Una
vez en el bosque Juan de Hierro llevó al muchacho a un lugar donde había un
pozo. Le mostró que lo que había en su interior era oro, oro líquido. Le ordenó
quedarse allí vigilando el oro:
-”Sobre todo, ten mucho cuidado de que
nada ni nadie toque el oro, porque entonces se mancillaría, y eso no debe
suceder…Ahora tengo que irme. “
Cuando el muchacho se quedó solo frente
al pozo de oro, sintió nuevamente mucha curiosidad, y metió bien la cabeza para verlo de cerca, con tal mal cuidado que unos mechones de su largo flequillo
tocaron el oro. Pues bien. En cuanto
regresó Juan de Hierro, vio que el pelo del niño era de oro, y le dijo que ya
no podía quedarse por más tiempo en el bosque. Tenía que irse al mundo, y él no
le podía acompañar, pero si algún día le necesitaba, podía ir al bosque, y,
simplemente llamarle por su nombre.
De este modo que el joven muchacho se fue de
allí, pero no sabía a dónde ir. Era un príncipe pero no podía regresar a su
casa, después de lo que había hecho. Tampoco podía decir a nadie quién era. Y
además, tenía un mechón de pelo de oro…
¿Cómo podría ir así por el mundo? Bueno.
Se tapó el pelo con un gorrito y se dejó llevar por sus pasos. Así fue
como llegó a un reino vecino. Casualmente
se enteró de que en el palacio estaban buscando un jardinero, así que pidió el
puesto para ganarse la vida. En aquel palacio vivía una princesa. Un día que
hacía mucho calor, la princesa estaba mirando el jardín desde su ventana, y vio
al joven jardinero, que se había quitado un instante el gorro, para que le
diera un poco el aire. Entonces la princesa vio cómo la cabeza del jardinero
brillaba como el oro. Esto le intrigó, y lo mandó llamar. El acudió, con su
gorrito bien puesto, y la princesa le encargó que le llevara todos los días un
ramo de flores silvestres. El jardinero así lo hizo.
Un
día, cuando le llevó sus flores a la princesa, ésta aprovechó un descuido, y
zas! Le quitó el gorro dejando al descubierto su pelo de oro. Oh! Esto fascinó
por completo a la princesa, pero le guardó el secreto. Desde entonces, siempre
que el jardinero le llevaba las flores, ella le pedía que le enseñara el pelo
de oro.
Al poco tiempo el rey decidió que su hija
ya tenía edad para casarse. Y como no tenía ella predilección por ninguno de
sus pretendientes en especial, decidió hacer el protocolo de la manzana: Este
consistía en que todos los pretendientes, entre los que se encontraban
príncipes, duques, marqueses y otros miembros de la alta nobleza, se
personarían en uno de los patios del palacio, y la princesa de espaldas
lanzaría su manzana, para casarse con quien quiera que la recogiese al vuelo.
Ocurrió que en el momento en que la princesa se situó de espaldas para lanzar
su manzana, entró en el patio por casualidad el jardinero, y sin saber
ciertamente lo que hacía, cogió al vuelo la manzana que se dirigía directamente
a su cabeza. Enseguida se dio cuenta de lo que aquello significaba, y,
prudentemente la ocultó, y se retiró a sus tareas de jardinero. Del lanzamiento de la princesa se
concluyó que, como la manzana había desaparecido, de momento no habría
compromiso de boda.
Al
día siguiente de estos hechos, estalló una guerra. Todos los hombres
jóvenes fueron reclutados. Incluido el jardinero del rey. A todos repartieron
caballos, y, al humilde jardinero, le dieron para ir a la guerra un viejo
jamelgo que cojeaba. ¿Cómo iba a ir a la batalla con semejante animal? Fue
entonces cuando el jardinero, que en realidad era un príncipe, se acordó de
Juan de Hierro. Montado en el viejo caballo que le habían dado se fue al
bosque, y entrando en él ya gritaba: Juaaaan de Hieeerro!!! El eco lo repitió. Después, sopló un fuerte viento, las
ramas y las hojas de los árboles empezaron a agitarse, cuando apareció un ser
resplandeciente, un ángel montado en un blanco corcel, que le brindó una lanza,
una armadura blanca, y otro hermoso caballo blanco que le seguía dócilmente. El
príncipe desmontó de su caballo viejo, se puso la armadura, montó su caballo, y
tomó su lanza con firmeza. Ahora sí estaba en condiciones de ir a la guerra,
con el porte del verdadero príncipe que era. Sacudió el lomo de su caballo y
este comenzó a galopar. Era el caballo más veloz que jamás había visto. Al
salir del bosque sintió otro galope tras de sí, volvió la cabeza, y vio a otros
guerreros como él que le seguían. Así fue como entró en el campo de batalla, y
sin vacilar luchó contra el enemigo hasta derrotarlo.
Cuando se declaró la victoria, el príncipe se
retiró de nuevo al bosque. El ángel le esperaba con el viejo jamelgo, y también
le guardaba su gorrito de jardinero. Así regresó al palacio. Allí no se hablaba
de otra cosa que de la victoria, y del maravilloso caballero de la armadura
blanca. –Pero, ¿quién es? …Nadie lo sabía. El propio rey había quedado
impresionado.
Se había ganado una batalla, pero la
guerra continuaba. Al día siguiente, el príncipe, vestido de jardinero volvió
al bosque, a encontrarse de nuevo con aquel ángel, que le brindó caballo, lanza y armadura. Esta vez
era roja. También seguido de otros guerreros, el príncipe ganó su segunda
batalla. Y aún hubo una tercera, en la que llevaba una armadura y caballo
negro.
Ahora sí, la guerra ya estaba ganada, y el príncipe, sin
quitarse la armadura regresó al palacio al paso. Todos iban detrás de él
vitoreándole. Pero no fue hasta que estuvo en presencia de la princesa que se
quitara la armadura que cubría su rostro, y sus cabellos de oro. Ella le
reconoció al instante, y él entonces le mostró la manzana que llevaba guardada
en el costado.
A los pocos días se celebró la boda en
palacio. La hija del rey se casaba con un desconocido príncipe, que había
demostrado valor, humildad y perseverancia.
Fueron felices y comieron perdices, por
siempre jamás.
...Y yo fui y vine, y no me dieron ni pa ir
al cine!
***